Hace unos años, cuando en 2005 se aprobó
la ley por la que se legalizaba en España el matrimonio entre personas del mismo sexo y nos convertíamos en un referente
mundial de libertad e igualdad, un amigo me comentó que se sentía especialmente
orgulloso de vivir aquí, algo que no se escucha con frecuencia. Somos
muchos los que nos sentimos orgullosos con aquella ley porque entendemos que es
legítimo que cada cual encuentre su felicidad a su manera en una sociedad libre
y respetuosa que no impone mandatos basados en el miedo ni se gobierna mediante
amenazas, empleando argumentos basados en ese mismo miedo.
Imagino que, estos días, este amigo se sentirá tan frustrado,
desconcertado, escandalizado y, digámoslo, tan triste como yo ante una nueva
ley que, en este caso, lejos de dar libertad, la quita, y convierte en delito
lo que hasta el momento era un acto normalizado.
No suelo escribir en este blog de temas sociales ni políticos, pero llevo
días pensando en lo que va a suceder en mi vida y en la vida de los que me
rodean si esta ley se aprueba; en lo que va a significar en cuanto a pérdida
legal de derechos y libertades y en cuanto a retroceso educacional, y he
decidido ser beligerante en todos los medios que tenga a mi alcance. Una amiga
sexóloga me hablaba hace un par de días de cómo se va a tirar a la basura el
trabajo de años de formación en el respeto, y no entendía a qué viene tocar una
ley que no estaba dando problemas, que no pedía pan, que para la gran mayoría
funcionaba y con la que las mujeres estábamos tranquilas: quien quería
abortaba, quien no quería no.
No deja de parecerme curioso que esta revolución interna provocada por una ley
de corte machista e inspirada por el catolicismo más radical del país se esté
dando precisamente en estas semanas en que se celebra la Navidad. Frente a la
imagen de un Cristo que habla de tolerancia y de generosidad, se nos plantea la
imagen de un grupo de hombres con sotana que se atreven a influir en la toma de
decisiones del gobierno de un país occidental, europeo y aconfesional con
respecto al cuerpo y la vida de la mitad de la población española, cuando ellos
entienden que el papel de la mujer en su organización es el de servirles y el
de obedecerles.
A ellos y a sus representantes en el Parlamento me gustaría decirles:
La mujer que aborta no es una víctima. Es una mujer que toma una decisión y
que la lleva a cabo.
La mujer que no pueda abortar sí será una víctima. De un sistema machista
que la infantiliza y que da por hecho que no es capaz de tomar decisiones.
No todas las mujeres queremos ser madres.
La mayor felicidad que puede tener una mujer en su vida no es
necesariamente la de ser madre. No es su mayor dignidad ni mediante ella obtiene
su máximo reconocimiento.
Con esta ley, ser madre dejará de ser una opción para convertirse en una
obligación.
La mujer no ha nacido para servir y no encuentra su realización en la
obediencia.
La mujer no es un útero.
Una Iglesia que niega a la mujer como sujeto de derechos y que la considera
sierva no puede convertirse en rectora de la legislación de un país.
No se puede convertir lo que para algunos es un pecado en un delito.
No se puede dirigir una sociedad civil basándose en las creencias de una
sociedad religiosa.
Los católicos pueden decidir no abortar
porque su religión se lo prohíbe. Los que no formen parte de ese grupo no
tienen por qué encontrarse bajo esa prohibición.
La mayoría de las asociaciones de médicos
se declaran en contra de esta ley, y es a ellos, a los expertos en ciencia, a
los que habría que preguntar cuándo hay vida, no a una asociación de hombres
que, como mucho, pueden erigirse en directores de la vida espiritual de las
personas que decidan escucharles.
Es respetable que una familia decida
tener dieciocho hijos y es respetable que una familia decida no tener ninguno.
Cada cual debe decidir quién gobierna su
vida espiritual y cada cual debe decidir cómo guiarse en su vida sexual.
No puedo dejar de pensar en la famosa
frase del e pur si muove, lo que me
lleva de nuevo a la imagen de una Iglesia acientífica e irracional que pierde
adeptos a marchas forzadas en una época de crisis en que sería fácil ganarlos porque
la gente pide a gritos una respuesta espiritual al no encontrar respuestas materiales. Se me antoja y quiero pensar que estos coletazos a diestro
y siniestro contra todo lo que no sea obediencia, sumisión y miedo son en
realidad los últimos estertores de una bestia asentada sobre los pilares de una
sociedad patriarcal, machista, intolerante y profundamente resentida que
intenta mantener un poder que nunca debió tener.
El aborto, la homosexualidad o la diversidad
de pensamiento no van a desaparecer por mucho que el PP y la Iglesia católica lo
deseen. Podrán dificultarlo todo, como antaño, y podrán hacer que se tenga que
volver a la clandestinidad, algo que suena a caduco y que jamás pensé que tendría
que volver a ver en este país. Pero seguirá habiendo abortos y lo que sucederá
es que lo que ya es una situación difícil se convertirá, por medio de esta
ilegalización, en un infierno. Todo por penalizar la sexualidad, en este caso
la de la mujer.
El chantaje emocional viene siendo descarado en los
últimos tiempos, y ya veíamos cómo ciertos logros obtenidos tras años de
esfuerzo estaban quedando reducidos a polvo. Pienso en una amiga a la que le
sangraba el pecho cada vez que daba de mamar a su hija, pero que seguía
haciéndolo porque le habían hecho creer que de lo contrario no sería una buena
madre. Es solo un ejemplo cruel entre otros muchos, pero ahora esta manera de
poner el pie encima de la cabeza de las mujeres es un ataque frontal e
injustificado que no debería quedar sin respuesta.