jueves, 20 de diciembre de 2007

Escritoras

Virginia Woolf


miércoles, 12 de diciembre de 2007

Mar de Weddell


La foto es del iceberg 56B, del mar de Weddell.

He titulado el libro de poemas que acabo de terminar Mar de Weddell, y uno de sus poemas es:

¿y si hubiera atravesado ya la blancura?
¿y si estos pies descalzos (míos) hubieran paladeado (ya) el hielo?
La indiferencia escarchada del níveo infinito polar.
¿y si todo esto,
lo antártico,
no me resultara enloquecedor?
Ni mortal.
¿Y si lo inverosímil fuera arder?

Poco después de internarse en un helado mar de Weddell, la Expedición Imperial Transantártica, capitaneada por sir Ernest Shackleton a bordo del Endurance, quedaría atrapada en el hielo, sin posibilidad de escapar. Planeta acaba de editar un libro de gran formato con las fotografías que Frank Hurley tomo (y salvó) de la expedición, que viene a ampliar otro libro también publicado por Planeta (Atrapados en el hielo) en 2005. Ambos muestran paisajes desolados de un blanco absoluto en los que resulta muy fácil adivinar el silencio desértico y el frío en las manos.

Sorprende poderosamente observar el rostro de todos esos hombres, que cenaban buey en salazón, zanahorias, patatas hervidas y tartas Banbury, y que seguían realizando sus tradicionales brindis del sábado por la noche «a la salud de las novias y las mujeres». Sorprende descubrir en ellos miradas cargadas de entereza, lealtad, diligencia y dignidad. Shackleton estaba, al parecer, obsesionado con la idea de mantener al grupo unido, cosa que lograría hasta el final, cuando todos los hombres, vivos, fueron rescatados en isla Elefante. Supongo que cualquier desunión real o cualquier acto de subversión en medio de las ventiscas, de la inquietud, de los dieciocho grados bajo cero y de los grandes bloques de hielo que se movían y que hacían que también el Endurance se zarandeara, antes de destrozarlo, habrían podido llevarles a la locura.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Tal como éramos


En realidad no hemos cambiado tanto. Las que crecimos en los setenta devorando las aventuras de Esther y demorándonos en cada viñeta para observar con una atención minuciosa sus bufandas larguísimas y sus jerséis de rayas, esperábamos a cada instante que sucediera algo extraordinario que acabara con la monotonía y la exasperante lentitud de nuestra existencia, y soñábamos despiertas como lo hacía la misma Esther. Es cierto que ahora no tenemos tiempo para nada y que nos gustaría que el día durara unas cuantas horas más. Ya compartimos piso con nuestro Juanito particular o, de lo contrario, le hemos olvidado para siempre, y además hemos cambiado los deberes del cole por la obligación de llegar sanas y salvas a fin de mes haciendo tai-chi y viendo Sexo en Nueva York. Pero, aunque las formas hayan variado, en el fondo seguimos igual: continuamos pensando que en cualquier momento puede ocurrir algo fascinante.

Hasta hace poco, antes de que Glénat tuviera la idea de recuperar el trabajo de Purita Campos, yo pensaba que era la única (o de las pocas) que había tenido una infancia más bien sosa, con veranos eternos en un apartamento de Benidorm que salvaba leyendo tebeos (entonces no hablábamos de cómics ni de novelas gráficas ni de álbumes, sino de tebeos). Pero bastó con mencionar como sin querer el nombre de Esther en una cena con escritoras y editoras de mi edad para comprender que todas habíamos tenido una niñez parecida y que todas habíamos hecho más o menos lo mismo: con nuestras largas melenas y nuestros bocadillos de nocilla en ristre, venerábamos las aventuras de esta chica tímida y llena de contradicciones. Nacimos en una época extraña, y al crecer fuimos asimilando a conciencia la filosofía del esfuerzo. Aprendimos a tomarnos todo muy en serio sin dejar de sonreír, y ahora hemos convertido a la despierta, inconformista y encantadora Esther en todo un símbolo de lo que fuimos o, mejor, de lo que quisimos ser.
(Yo Dona. 17-11-07)

martes, 4 de diciembre de 2007

Eco y el saber anacrónico

El narrador y personaje principal de la hipnótica y esotérica novela de Umberto Eco El péndulo de Foucault se llama Casaubon, y es un ser privilegiado que decide inventarse un trabajo que le apasiona y en el que, además, es bueno. Resulta que Casaubon llega un día a la reveladora conclusión de que sabe muchas cosas inconexas, ya que ha ido acumulando datos y más datos en la cabeza, y ahora es capaz de relacionar unas nociones con otras en un espacio de tiempo relativamente corto. A él le gustaría enunciar una teoría sutil con la que henchir de satisfacción su orgullo y que, además, hiciera de él un filósofo, pero ya que se ve incapaz de semejante proeza, se lanza, con un candor muy al estilo USA, a montar un despacho de indagación cultural en el que se convierte en una especie de investigador del saber.

Por medio de esas tarjetitas de cartulina que todos conocemos, y que hoy, en la era de Internet, han quedado un tanto relegadas al museo de las curiosidades, confecciona un fichero artesanal para recoger en él la memoria acumulada de sus propias lecturas y pesquisas en bibliotecas, y luego se dispone a esperar en su agencia, con los pies sobre la mesa, naturalmente, como haría cualquier detective, a que llegue el primer cliente.

Leí hace muchísimos años El péndulo de Foucault, cuando aún estudiaba en la Facultad de Derecho, y cuando todavía pensaba que en el mundo existían cientos de Casaubones importantes, admirados, y muy cotizados. Releyendo ahora las páginas en las que Umberto Eco describe la coherente dispersión del saber de su personaje, y viendo que lo esencial en la actualidad no es saber, sino hacer creer que se sabe hablando con una feroz contundencia y pronunciando frases manidas, huecas, y mejor cuanto más dogmáticas, comprendo que lo normal sea considerar que el saber de Casaubon no es ni deslumbrante ni necesario. Hoy, el pobre Casaubon estaría en el paro y se dedicaría a hacer blogs que nadie leería.
(Diario Metro. 3-12-07)

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Santuario


He traducido para la casi recién nacida editorial Impedimenta esta deliciosa novela de Edith Wharton. En ella se habla del amor excesivo, egoísta y hasta despiadado que Kate Orme, la protagonista, siente por su hijo, un arquitecto que desea triunfar y adquirir renombre social cueste lo que cueste. Tardé menos de un mes en hacer todo el trabajo de traducción, lo que puede no parecer demasiado heroico si consideramos que se trata de una obra breve (el libro tiene 168 páginas) pero que lo fue, y mucho, porque ésta es una novela escrita a lo James, con todo lo que eso (ese estilo endiablado) aporta de incertidumbre, duda y un poco de agotadora locura a cualquier traductor o, al menos, a esta traductora.
Existe una buena dosis de dilema moral en Santuario, y mucha reflexión, mucho examen de conciencia por parte de la joven, y luego ya no tan joven, madre, que sabe lo que quiere obtener pero que no está muy segura de que las vías que tiene a su alcance para llegar a eso que tanto desea sean las más apropiadas desde un punto de vista ético. Salvando las distancias, en ocasiones sus atormentadas meditaciones me trasladan a todos esos conflictos tan atractivos en los que suelen embarcarse los personajes (atractivísimos también) de Iris Murdoch. Sus constantes vacilaciones y sus cambios de humor, siempre tan coherentes, son prodigiosos. No sé si habrá ahora otras muchas novelas que traten el tema de la moral como lo hace Murdoch porque, entre otras cosas, llevo más de un año leyendo tan sólo obras suyas (exceptuando los encargos profesionales). Pero advierto que una peculiar sensación de abandono y de cierta orfandad me asalta cada vez que me planteo la posibilidad de dejar unos meses a Iris Murdoch para empezar a leer a otros autores. Así que supongo que de momento me mantendré fiel a esta especie de apasionada dependencia murdochiana.

Traduje Santuario en un estado de alejamiento ciudadano que de vez en cuando me viene muy bien y que me resulta muy curativo. Estaba empezando el otoño y me fui a traducir al campo, a una casa muy pequeña que tenemos en un pueblo también muy pequeño en el valle del Tiétar. Terry, nuestro perro naranja de dos años, me observaba desde el suelo con la paciencia de todos los perros que quieren salir a pasear pero que han de quedarse en casa porque los que se encargan de abrir las puertas y de decidir el camino están obsesionados con las palabras que van apareciendo en la brillante pantalla de su ordenador. El pobre Terry no sabía que, mientras él me miraba con sus tranquilos ojos color miel, yo estaba en el interior de algún laberinto, intentando descifrar párrafos como:

«Kate Peyton se repitió a sí misma todo esto una y mil veces durante esas horas de afligidas suposiciones en que había intentado profetizar el futuro de Dick, aunque ni en sus más descabelladas premoniciones habría imaginado que se pudiera poner a prueba su valor de una forma tan cruel.»

Una noche hubo una tormenta descomunal, y se fue la luz. Estar sin luz produce también una desoladora sensación de abandono y de cierta orfandad. Como lo de dejar de leer a Iris Murdoch.

martes, 20 de noviembre de 2007

Lugares mágicos


Hay muchos lugares mágicos en Sintra. La foto es de uno de ellos. En un palacio inverosímil, propio de un sueño de Alicia, tras subir unas escaleras con pasamanos de madera, se llega a esta habitación en la que, en realidad, no hay tantos libros como a primera vista pueda parecer. En el suelo, justo bordeando la base de las estanterías, han instalado unos espejos estrechos que producen la sensación de que los libros se prolongan vertiginosamente hacia el núcleo terrestre. Había visto algo parecido en Praga, pero la sensación de inmensidad es aquí mucho mayor. Y también la de aturdimiento.

En Sintra se puede vivir, se puede escribir, se puede beber un té muy caro en tazas de formas difíciles, y se puede desaparecer sin que nadie lo advierta.