Ayer por la tarde vi tres películas, dos de ellas del año 73: Badlands (Terrence Malick) y Scarecrow (Jerry Schatzberg). En medio metí Onegin (Martha Fiennes), de la que recordaba con arrobo la onírica escena del duelo como una de las secuencias más inspiradoras de la literatura en el cine, pero de la que había extraído por completo la presencia de Liv Tyler, todo labios y todo desinterés. No entiendo esa querencia por los rostros flojos, casi aburridos, para encarnar personajes femeninos que representan la búsqueda de lo que no se les muestra, que se pasan el día con un libro en la mano (gran gesto estético) y que en principio se rebelan contra lo que hay. No sé por qué Liv Tyler ni por qué Keira Knightley. Imagino que los directores o los productores piensan en el público masculino cuando las eligen porque quizá crean que personifican el ideal de fragilidad con carácter o el ideal de intelecto con gran delicadeza que hay que proteger. Esos tópicos comparables al del bravo príncipe azul.
En cualquier caso, los platos fuertes fueron las otras dos. Tras ver la última escena de Scarecrow un par de veces pensé que no era extraño que después de estos trallazos de los 70 llegaran los Spielberg y el cine para adolescentes americanos que no tenían ganas de la menor complicación mental. Cambió la situación económica y cambió el público que pagaba para entrar en las salas de cine. Y se produjo la habitual curva de montaña rusa, hacia abajo, en este caso.
De Badlands me quedo con las escenas de la casa en el árbol. El bosque forma parte del comienzo, de lo fecundo y lo inaugural. Las tierras áridas vendrán más tarde.
Y de Scarecrow, sin duda, la escena de la fuente, hacia el final. Uno de los momentos más bestias de la historia del cine. Mientras la veía se me ocurrió que ya no es nada fácil descubrir actuaciones así en las películas actuales. Quizá Philip Seymour Hoffman, pero ya no está.