El pensamiento humano puede ser muy creativo durante ese proceso consustancial a todo fin de semana que se precie, llamado caravana. La de canciones que habré inventado yo a lo largo de esas eternas horas de interrupción dominical. La de frases memorables que habré pronunciado cual actriz de Hollywood al revivir situaciones en las que en realidad me quedé calladita. La de puntos sobre las íes que habré puesto. Una se ve encerrada, atada con el cinturón de seguridad, sin querer ver a los del coche de al lado deseando que ellos, a su vez, sean comprensivos y tampoco la vean a una y, por fin, una mira por la ventana lánguidamente, ve todo ese campo, y entonces se formula la pregunta lógica: con todo este terreno, ¿por qué vivimos en casas tan pequeñas?
¿Es que a los españoles no nos gustan los jardines en la parte posterior de las casas? ¿Es que nos gusta tener la cocina en el salón y la ropa tendida en el cuarto de baño? ¿Nos gusta sentirnos liliputienses? Yo diría que no pero, entonces, ¿por qué vivimos escuchando las conversaciones del vecino (gracias, claro está, a la inestimable calidad de los materiales con que se construyen nuestros carísimos pisos), sabiendo que por mucho que la hipoteca se estire como el chicle, el ladrillo no posee esa cualidad elástica y la casa que empezó siendo pequeña será pequeña siempre?
Quizá todo esto se deba a que todavía no nos hemos enterado de lo que vale un euro y, por tanto, aún no sabemos que nuestros euros valen muy poco y que por ellos nos darán cada vez menos. Aunque tiendo a creer que lo que ocurre es que no tenemos tiempo para imaginar nuevos sistemas de vida, y si nos dicen que son lentejas, pues son lentejas. En un contexto muy distinto, la poeta Sylvia Plath escribió: «Soy vertical. Pero preferiría ser horizontal». Nuestras ciudades son verticales, ruidosas y cada vez más feas, y así seguirán porque el «homo actualis» más que un ser gregario parece un ser apelotonadito.
(Diario Metro. 14-01-08)