miércoles, 21 de noviembre de 2007

Santuario


He traducido para la casi recién nacida editorial Impedimenta esta deliciosa novela de Edith Wharton. En ella se habla del amor excesivo, egoísta y hasta despiadado que Kate Orme, la protagonista, siente por su hijo, un arquitecto que desea triunfar y adquirir renombre social cueste lo que cueste. Tardé menos de un mes en hacer todo el trabajo de traducción, lo que puede no parecer demasiado heroico si consideramos que se trata de una obra breve (el libro tiene 168 páginas) pero que lo fue, y mucho, porque ésta es una novela escrita a lo James, con todo lo que eso (ese estilo endiablado) aporta de incertidumbre, duda y un poco de agotadora locura a cualquier traductor o, al menos, a esta traductora.
Existe una buena dosis de dilema moral en Santuario, y mucha reflexión, mucho examen de conciencia por parte de la joven, y luego ya no tan joven, madre, que sabe lo que quiere obtener pero que no está muy segura de que las vías que tiene a su alcance para llegar a eso que tanto desea sean las más apropiadas desde un punto de vista ético. Salvando las distancias, en ocasiones sus atormentadas meditaciones me trasladan a todos esos conflictos tan atractivos en los que suelen embarcarse los personajes (atractivísimos también) de Iris Murdoch. Sus constantes vacilaciones y sus cambios de humor, siempre tan coherentes, son prodigiosos. No sé si habrá ahora otras muchas novelas que traten el tema de la moral como lo hace Murdoch porque, entre otras cosas, llevo más de un año leyendo tan sólo obras suyas (exceptuando los encargos profesionales). Pero advierto que una peculiar sensación de abandono y de cierta orfandad me asalta cada vez que me planteo la posibilidad de dejar unos meses a Iris Murdoch para empezar a leer a otros autores. Así que supongo que de momento me mantendré fiel a esta especie de apasionada dependencia murdochiana.

Traduje Santuario en un estado de alejamiento ciudadano que de vez en cuando me viene muy bien y que me resulta muy curativo. Estaba empezando el otoño y me fui a traducir al campo, a una casa muy pequeña que tenemos en un pueblo también muy pequeño en el valle del Tiétar. Terry, nuestro perro naranja de dos años, me observaba desde el suelo con la paciencia de todos los perros que quieren salir a pasear pero que han de quedarse en casa porque los que se encargan de abrir las puertas y de decidir el camino están obsesionados con las palabras que van apareciendo en la brillante pantalla de su ordenador. El pobre Terry no sabía que, mientras él me miraba con sus tranquilos ojos color miel, yo estaba en el interior de algún laberinto, intentando descifrar párrafos como:

«Kate Peyton se repitió a sí misma todo esto una y mil veces durante esas horas de afligidas suposiciones en que había intentado profetizar el futuro de Dick, aunque ni en sus más descabelladas premoniciones habría imaginado que se pudiera poner a prueba su valor de una forma tan cruel.»

Una noche hubo una tormenta descomunal, y se fue la luz. Estar sin luz produce también una desoladora sensación de abandono y de cierta orfandad. Como lo de dejar de leer a Iris Murdoch.