Cuando leo noticias sobre asesinatos, violaciones, palizas, humillaciones y todo tipo de afrentas contra las mujeres, sé lo que siento y sé lo que puede sentir cualquier otra mujer. Siento rabia, asco, indignación e indefensión. Son muchos años viendo lo mismo. Escuchando lo mismo. Son muchas las veces en que se me ha dicho «cuando vayas por la calle lleva siempre una llave preparada entre dos dedos». O «muévete por zonas en las que haya mucha gente». Consejos que no reciben los chicos. Consejos con los que tenemos que vivir nosotras desde que empezamos a salir y que, buscando nuestro propio bien, nos generan un miedo que no desaparece nunca. Y es por eso, porque sé que a los hombres no se les da este tipo de útiles y bienintencionadas recomendaciones, porque es precisamente de ellos de quienes tenemos que huir y protegernos, por lo que me pregunto de verdad: ¿qué siente un hombre cuando lee que un padre ha matado a sus hijas o que un marido ha quemado viva a su mujer? ¿Se siente como yo? ¿Experimenta cada una de esas conmociones, ese horror y esa ira al mismo nivel, con la misma intensidad? ¿Quiere salir corriendo también y hacer algo, cualquier cosa? ¿Entiende que la lucha contra esta crueldad constante no es solo un asunto de mujeres? ¿Se avergüenza? Y me pregunto esto porque jamás me he avergonzado de ser mujer pero he de decir que, cuando leo noticias como las que se han publicado hoy, me planteo muy en serio si no me avergonzaría de ser hombre.
En invierno, las focas Weddell viven bajo el hielo. No se las ve en la superficie. Llegan a profundidades asombrosas (seiscientos metros) para buscar comida. Resisten la presión gracias a su esqueleto, tan peculiar. Venimos de los océanos y con los océanos soñamos. También leemos.
viernes, 28 de noviembre de 2014
domingo, 23 de noviembre de 2014
Five Days to Dance
Ayer por la tarde vi dos películas en Filmin. Una detrás de otra. No es lo que suelo hacer los fines de semana (suelo corregir textos), pero me ha caído encima el preceptivo catarro otoñal con sus correspondientes síntomas de malestar completo, pocas fuerzas, pocas ganas, poca respiración por la nariz y mucho dolor de cabeza, así que, con una mantita, una bufanda (en mi casa siempre hace frío), una infusión y el ordenador encima de las piernas, me dispuse a pasar la tarde del sábado recibiendo imágenes y escuchando historias, uno de los mayores placeres del mundo.
No sé si sería porque estaba débil o si se debió a la extraordinaria capacidad de los directores y protagonistas de Five Days to Dance (la primera de las dos películas que vi) para tocar la fibra sensible del espectador, pero el caso es que hacía tiempo que no me emocionaba tanto con un documental. Empecé a emocionarme con las imágenes de la preciosa casa, el precioso jardín, en el que desayunan en Alemania los dos personajes centrales, los coreógrafos y bailarines Wilfried Van Poppel y Amaya Lubeigt (holandés él, española ella), así que imagino que un tanto flojucha sí que estaba.
Cuando decidí ver Five Days to Dance no tenía ni idea de que la película hubiera sido preseleccionada para los Premios Goya en nueve categorías. Simplemente me dejé llevar por la recomendación de Filmin porque los documentales que ofrece suelen ser excepcionales, y me gustó lo que vi durante los minutos iniciales, cuando los coreógrafos plantean la historia y explican el procedimiento que siguen y sus objetivos, de modo que me puse más cómoda en el sillón. Pasados los primeros momentos de exposición dinámica, con unas imágenes igualmente rápidas, el desarrollo del proyecto en el instituto de San Sebastián me fue interesando menos, y el conjuntado desenlace me pareció demasiado efectista. No obstante, supongo que la película no podía terminar de otra manera. ¿Qué es lo que se nos cuenta en Five Days to Dance? Que es posible ofrecer una educación distinta, más heterogénea, más diversa, y nos lo demuestran con la historia de estos dos bailarines que pasan cinco días en un instituto y que durante esa única semana se esfuerzan por enseñarles sus coreografías a los alumnos que quieran participar en el «experimento» con el fin de que aprendan algo distinto a lo que suelen aprender: a tocarse, a mirarse, a verse, a relacionarse de otra forma, a mezclarse y a liberarse de los prejuicios que genera la rutina. Todo ello en un momento de la vida en el que lo habitual es sentirse torpe, desmañado, inseguro, observado y, a la vez, ninguneado. Los estudiantes han de moverse por una enorme sala y estirarse y expresarse físicamente en lugar de estar horas tomando apuntes y estudiando en el interior de un aula reducida. A partir de una idea tan sencilla y a la vez tan revolucionaria, la de cambiar el estado de cosas durante una semana de un modo no demasiado drástico ya que todo el proceso se desarrolla entre los mismos profesores y los mismos compañeros, en la misma ciudad y el mismo ambiente, van presentándose nuevas posibilidades, aunque también nuevos miedos y nuevos inconvenientes.
Cuando decidí ver Five Days to Dance no tenía ni idea de que la película hubiera sido preseleccionada para los Premios Goya en nueve categorías. Simplemente me dejé llevar por la recomendación de Filmin porque los documentales que ofrece suelen ser excepcionales, y me gustó lo que vi durante los minutos iniciales, cuando los coreógrafos plantean la historia y explican el procedimiento que siguen y sus objetivos, de modo que me puse más cómoda en el sillón. Pasados los primeros momentos de exposición dinámica, con unas imágenes igualmente rápidas, el desarrollo del proyecto en el instituto de San Sebastián me fue interesando menos, y el conjuntado desenlace me pareció demasiado efectista. No obstante, supongo que la película no podía terminar de otra manera. ¿Qué es lo que se nos cuenta en Five Days to Dance? Que es posible ofrecer una educación distinta, más heterogénea, más diversa, y nos lo demuestran con la historia de estos dos bailarines que pasan cinco días en un instituto y que durante esa única semana se esfuerzan por enseñarles sus coreografías a los alumnos que quieran participar en el «experimento» con el fin de que aprendan algo distinto a lo que suelen aprender: a tocarse, a mirarse, a verse, a relacionarse de otra forma, a mezclarse y a liberarse de los prejuicios que genera la rutina. Todo ello en un momento de la vida en el que lo habitual es sentirse torpe, desmañado, inseguro, observado y, a la vez, ninguneado. Los estudiantes han de moverse por una enorme sala y estirarse y expresarse físicamente en lugar de estar horas tomando apuntes y estudiando en el interior de un aula reducida. A partir de una idea tan sencilla y a la vez tan revolucionaria, la de cambiar el estado de cosas durante una semana de un modo no demasiado drástico ya que todo el proceso se desarrolla entre los mismos profesores y los mismos compañeros, en la misma ciudad y el mismo ambiente, van presentándose nuevas posibilidades, aunque también nuevos miedos y nuevos inconvenientes.
Me resultó algo artificiosa la idea de incluir las historias personales de los alumnos en un formato demasiado televisivo y, por tanto, demasiado trillado, pero me interesaron enormemente las dudas, temores y esperanzas de los profesores. Yo ya estaba sensiblona y predispuesta, como he dicho, pero es evidente que hay una intención clara de pulsar las cuerdas emocionales de quienes se disponen a ver el documental, quizá con la buena intención de que todos nos enfrentemos a las situaciones que van surgiendo y, además de verlas y pensarlas, las sintamos como propias para luego poder extender a nuestra existencia las posibles enseñanzas que se van dejando caer por el documental.
¿Qué es lo que más me gustó? El ritmo, la intención y el entusiasmo de los coreógrafos. ¿Lo que más me sorprendió? Que los alumnos sigan hablando demasiado en clase. Sin prestar mucha atención a nada.
sábado, 22 de noviembre de 2014
jueves, 20 de noviembre de 2014
Ayer en Zaragoza
Todo fue una delicia ayer en Zaragoza: volver a ver a mi querida Julia Duce y a los libreros de Los portadores de sueños, Eva y Félix, a quienes nunca podré agradecer lo suficiente toda su amabilidad y su cariño, y el encuentro con Luisa Miñana, que se convirtió en una de las mejores experiencias del año. Su conversación (antes, durante y después de la presentación del libro) fue entusiasta, inteligente y alentadora, y la lectura que hizo de Mente animal no pudo ser más generosa.
Hablamos de poesía, de creación, de la ferocidad y oscuridad de la naturaleza, y de otras poetas, entre ellas, Jorie Graham y su poemario Rompiente, que Luisa me recomendó y que leeré en breve. Ella utilizó el término «ecopoesía» (con toda la prevención que provocan siempre las etiquetas) para referirse al trabajo de Graham y, en cierto modo, también a los textos de Mente animal, y surgió entonces el curioso tema de las influencias a posteriori. Esos libros que no hemos leído aún, pero que parecen haber dejado un poso evidente en lo que hemos escrito. Me acordé del siguiente poema de Antonio Gamoneda, encontrado hace poco, bastante después de haberle puesto el punto final a Mente animal, pero que tan claramente podría haberme empujado a escribir. Servirme de inspiración:
MALOS RECUERDOS
«La vergüenza es un sentimiento revolucionario»
Karl Marx
Llevo colgados de mi corazón
los ojos de una perra y, más abajo,
una carta de madre campesina.
Cuando yo tenía doce años,
algunos días, al anochecer,
llevábamos al sótano a una perra
sucia y pequeña.
Con un cable le dábamos y luego
con las astillas y los hierros. (Era
así. Era así.
Ella gemía,
se arrastraba pidiendo, se orinaba,
y nosotros la colgábamos para pegar mejor).
Aquella perra iba con nosotros
a las praderas y los cuestos. Era
veloz y nos amaba.
Cuando yo tenía quince años,
un día, no sé cómo, llegó a mí
un sobre con la carta del soldado.
Le escribía su madre. No recuerdo:
«¿Cuándo vienes? Tu hermana no me habla.
No te puedo mandar ningún dinero…»
Y en el sobre, doblados, cinco sellos
y papel de fumar para su hijo.
«Tu madre que te quiere.»
No recuerdo
el nombre de la madre del soldado.
Aquella carta no llegó a su destino:
yo robé al soldado su papel de fumar
y rompí las palabras que decían
el nombre de su madre.
Mi vergüenza es tan grande como mi cuerpo,
pero aunque tuviese el tamaño de la tierra
no podría volver y despegar
el cable de aquel vientre ni enviar
la carta del soldado.
lunes, 17 de noviembre de 2014
En Zaragoza
Nos vemos el miércoles, día 19, en la fantástica Los portadores de sueños para hablar de poesía, de árboles y de bestias. Luisa Miñana y yo charlaremos sobre Mente animal a partir de las 20.00h. Un lujo de sitio y un lujo de compañía.
sábado, 15 de noviembre de 2014
viernes, 14 de noviembre de 2014
Mark Hollis de nuevo
Me resulta inevitable regresar una vez más a Mark Hollis y a su mutismo musical. Ya hablé aquí de este músico que optó por el silencio, pero vuelvo a su historia porque me pregunto si esa ocultación suya no se habrá debido, además de a un deseo de huida de multitudes y entrevistas absurdas, a un perfeccionismo extremo, a una búsqueda de lo sublime, a un deseo de lograr lo que nadie logra con facilidad, que puede resultar tan dañino y tan paralizador. A veces sucede que lo que se obtiene no coincide con lo que se quería obtener. Las pretensiones creativas pueden ser muy altas y aunque para los demás el resultado sea excelente, si no lo es para el que tiene la música, el texto, la intriga en la cabeza, la frustración se presenta como algo insalvable, y la sensación preponderante es la de que se ha fracasado. Entonces se puede llegar a optar por el silencio.
Entiendo cualquier búsqueda natural de silencio y la comparto y estoy de acuerdo con las declaraciones de Mark Hollis en las que afirma que antes de tocar dos notas hay que tocar una primera nota y que no se ha de pulsar esa nota a no ser que se tenga una buena razón para hacerlo. Ocurre lo mismo con las palabras: ha de buscarse la palabra justa, bregar por dar con esa palabra y dejarse de artificios que intenten disimular la incapacidad de la palabra elegida para expresar lo que queríamos expresar. Si en prosa es importante, en poesía es esencial: deshacerse del ruido en la música y del ruido en el texto.
Pero una cosa es deshacerse del ruido y otra caer en el silencio absoluto y el abandono. Debe de ser terrible llegar ahí tras un proceso de insatisfacción continuada. De todas formas, imagino que el afán creador se mantiene y que ese enmudecimiento externo es sólo una expresión visible de descontento e inconformismo, y no el reflejo real de un definitivo silencio interior.
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