Ayer por la tarde vi dos películas en Filmin. Una detrás de otra. No es lo que suelo hacer los fines de semana (suelo corregir textos), pero me ha caído encima el preceptivo catarro otoñal con sus correspondientes síntomas de malestar completo, pocas fuerzas, pocas ganas, poca respiración por la nariz y mucho dolor de cabeza, así que, con una mantita, una bufanda (en mi casa siempre hace frío), una infusión y el ordenador encima de las piernas, me dispuse a pasar la tarde del sábado recibiendo imágenes y escuchando historias, uno de los mayores placeres del mundo.
No sé si sería porque estaba débil o si se debió a la extraordinaria capacidad de los directores y protagonistas de Five Days to Dance (la primera de las dos películas que vi) para tocar la fibra sensible del espectador, pero el caso es que hacía tiempo que no me emocionaba tanto con un documental. Empecé a emocionarme con las imágenes de la preciosa casa, el precioso jardín, en el que desayunan en Alemania los dos personajes centrales, los coreógrafos y bailarines Wilfried Van Poppel y Amaya Lubeigt (holandés él, española ella), así que imagino que un tanto flojucha sí que estaba.
Cuando decidí ver Five Days to Dance no tenía ni idea de que la película hubiera sido preseleccionada para los Premios Goya en nueve categorías. Simplemente me dejé llevar por la recomendación de Filmin porque los documentales que ofrece suelen ser excepcionales, y me gustó lo que vi durante los minutos iniciales, cuando los coreógrafos plantean la historia y explican el procedimiento que siguen y sus objetivos, de modo que me puse más cómoda en el sillón. Pasados los primeros momentos de exposición dinámica, con unas imágenes igualmente rápidas, el desarrollo del proyecto en el instituto de San Sebastián me fue interesando menos, y el conjuntado desenlace me pareció demasiado efectista. No obstante, supongo que la película no podía terminar de otra manera. ¿Qué es lo que se nos cuenta en Five Days to Dance? Que es posible ofrecer una educación distinta, más heterogénea, más diversa, y nos lo demuestran con la historia de estos dos bailarines que pasan cinco días en un instituto y que durante esa única semana se esfuerzan por enseñarles sus coreografías a los alumnos que quieran participar en el «experimento» con el fin de que aprendan algo distinto a lo que suelen aprender: a tocarse, a mirarse, a verse, a relacionarse de otra forma, a mezclarse y a liberarse de los prejuicios que genera la rutina. Todo ello en un momento de la vida en el que lo habitual es sentirse torpe, desmañado, inseguro, observado y, a la vez, ninguneado. Los estudiantes han de moverse por una enorme sala y estirarse y expresarse físicamente en lugar de estar horas tomando apuntes y estudiando en el interior de un aula reducida. A partir de una idea tan sencilla y a la vez tan revolucionaria, la de cambiar el estado de cosas durante una semana de un modo no demasiado drástico ya que todo el proceso se desarrolla entre los mismos profesores y los mismos compañeros, en la misma ciudad y el mismo ambiente, van presentándose nuevas posibilidades, aunque también nuevos miedos y nuevos inconvenientes.
Cuando decidí ver Five Days to Dance no tenía ni idea de que la película hubiera sido preseleccionada para los Premios Goya en nueve categorías. Simplemente me dejé llevar por la recomendación de Filmin porque los documentales que ofrece suelen ser excepcionales, y me gustó lo que vi durante los minutos iniciales, cuando los coreógrafos plantean la historia y explican el procedimiento que siguen y sus objetivos, de modo que me puse más cómoda en el sillón. Pasados los primeros momentos de exposición dinámica, con unas imágenes igualmente rápidas, el desarrollo del proyecto en el instituto de San Sebastián me fue interesando menos, y el conjuntado desenlace me pareció demasiado efectista. No obstante, supongo que la película no podía terminar de otra manera. ¿Qué es lo que se nos cuenta en Five Days to Dance? Que es posible ofrecer una educación distinta, más heterogénea, más diversa, y nos lo demuestran con la historia de estos dos bailarines que pasan cinco días en un instituto y que durante esa única semana se esfuerzan por enseñarles sus coreografías a los alumnos que quieran participar en el «experimento» con el fin de que aprendan algo distinto a lo que suelen aprender: a tocarse, a mirarse, a verse, a relacionarse de otra forma, a mezclarse y a liberarse de los prejuicios que genera la rutina. Todo ello en un momento de la vida en el que lo habitual es sentirse torpe, desmañado, inseguro, observado y, a la vez, ninguneado. Los estudiantes han de moverse por una enorme sala y estirarse y expresarse físicamente en lugar de estar horas tomando apuntes y estudiando en el interior de un aula reducida. A partir de una idea tan sencilla y a la vez tan revolucionaria, la de cambiar el estado de cosas durante una semana de un modo no demasiado drástico ya que todo el proceso se desarrolla entre los mismos profesores y los mismos compañeros, en la misma ciudad y el mismo ambiente, van presentándose nuevas posibilidades, aunque también nuevos miedos y nuevos inconvenientes.
Me resultó algo artificiosa la idea de incluir las historias personales de los alumnos en un formato demasiado televisivo y, por tanto, demasiado trillado, pero me interesaron enormemente las dudas, temores y esperanzas de los profesores. Yo ya estaba sensiblona y predispuesta, como he dicho, pero es evidente que hay una intención clara de pulsar las cuerdas emocionales de quienes se disponen a ver el documental, quizá con la buena intención de que todos nos enfrentemos a las situaciones que van surgiendo y, además de verlas y pensarlas, las sintamos como propias para luego poder extender a nuestra existencia las posibles enseñanzas que se van dejando caer por el documental.
¿Qué es lo que más me gustó? El ritmo, la intención y el entusiasmo de los coreógrafos. ¿Lo que más me sorprendió? Que los alumnos sigan hablando demasiado en clase. Sin prestar mucha atención a nada.