Después de leer Mente animal, mi querida Ciboulette ha escrito unas palabras preciosas sobre el libro en su estimulante blog literario El sofá rojo. Las reproduzco aquí:
Hay un olor a tierra en el último poemario de Pilar Adón que parece querer quedarse ahí para siempre. Da la impresión de que si nos mantuviéramos parados un rato en esta tierra que son las páginas del poemario, nos empezarían a crecer raíces dentro del cuerpo que nos atarían a esa tierra eternamente. Esta es la sensación: la naturaleza se une al hombre y a pesar de las «cosas» (casas, tejas, teteras, vasos) lo natural se impone y deja en evidencia al hombre, al que, parado, las raíces se le acaban metiendo entre los huesos y las venas. La naturaleza le crece dentro y él se va secando, deshumanizando por el hambre, la miseria, el alcohol, la tristeza. Pierde de hombre y gana de árbol, de rama nueva. «Florecerá la rama que me raja por dentro. / Tantas hojas en torno a mí.»
Qué bien visualizado el mundo rural del hambre, cruel, sin compasión, que arrebata al hombre su condición humana y lo iguala al animal. A cada imagen, un verso, ¿o es al revés? Leo un verso y me quedo con el corazón encogido porque he visto, he sentido ese mendrugo de pan, las migas congeladas, la mujer de cuarenta años colgada en una habitación, ya descansando. Luzdivina, madre o hija. «El hogar está donde el calor. / Donde las raíces.» Qué contradictorio que lo que nos mata pueda ser el origen de que lo animal crezca en nuestro interior. Los genes y lo salvaje unidos para deformarnos. Vivencias traumáticas que sin querer nos apegan a una tierra y a unas raíces que a veces no queremos pero que están ahí. Podemos vivir soportándolas o conocerlas sin que nos impidan seguir viviendo de dolor: «Hay quien lo vive y luego lo envuelve. / Hay quien lo vive y se queda siempre ahí».
Vivir y olvidar, olvidar para poder seguir. A veces dan ganas de no vivir en la simpleza y se piensa en la huida, retorcida e imposible, fantasía de muerte improbable: «Sería fácil cogerme con una mano. / La cabeza inmovilizada con la otra. / Decir palabras suaves para evitarme el espanto / y retorcerme el cuello de un giro simple, como el / simple animal que soy, / sin prolongar más el sufrimiento». Pero al final se vive para contar, se está ahí parado, se padece porque es natural y a veces el esfuerzo merece la pena, sólo a veces.