Vivimos como si fuéramos inmortales y sólo a veces, cuando a nuestro alrededor sucede algo irreparable, abrimos los ojos y vislumbramos por un instante la realidad. Por lo general no nos gusta lo que vemos: nos causa pavor y pánico, nos demuestra lo débiles y transitorios que somos. Así que tendemos a cerrar de nuevo los ojos o, al menos, a entornarlos porque la vida, como el show de la canción, debe continuar, y si estuviéramos considerando sin cesar nuestra condición de seres mortales que nacen con una fecha de caducidad que no viene marcada en ninguna etiqueta visible, no iríamos a la oficina cada mañana, no nos meteríamos en atascos absurdos que nos hacen perder cientos de horas ni nos embutiríamos en unos malolientes medios de transporte, atestados como vagones de ganado. No engulliríamos en quince minutos comida envasada sólo para poder seguir trabajando ni nos hacinaríamos en casas microscópicas por las que pagamos lo que nunca tendremos. No sonreiríamos como bobos al director de la sucursal bancaria que nos «da» ese dinero que no tenemos, ni soportaríamos con una especie de estoicismo feliz la fealdad de unas ciudades grises, asfixiantes y ruidosas, que justifican la necesidad de seguir tirando de un carro que pesa cada vez más. No pensaríamos que ya tendremos tiempo para hacer lo que de verdad queremos hacer porque seríamos conscientes de que puede que más tarde no tengamos ese tiempo. No pasaríamos el día deseando que llegue pronto el día siguiente y luego el otro para que el fin de semana esté ya aquí y entonces empezar a suspirar por las vacaciones de verano, momento en que ansiaremos que lleguen las Navidades. No permitiríamos que nos hicieran creer que la felicidad está en comprar cosas ni nos consolaríamos pensando que, al fin y al cabo, todos hacemos lo mismo porque todos estamos en la misma espiral de inconsciencia.
Jonathan Swift escribió «Ojalá vivas todos los días de tu vida». Pues eso: Ojalá.
(Diario Metro. 24-06-08)