Nayagua, la revista de la
Fundación Centro de Poesía José Hierro de Getafe ha llegado a su número 21 tras más de diez años de trayectoria, y lo ha hecho manteniendo su elegante diseño, su rigor a la hora de elegir los textos que publica, su envidiable equipo de colaboradores y su espíritu batallador e infatigable. Y ahí sigue resistiendo, lo que es motivo de celebración: diez años en pie, sirviendo de espacio de referencia para la reflexión, la creación y la lectura, son muchos años de esfuerzo. Y más si tenemos en cuenta que, como dice Tacha Romero, directora de la
FCPJH, «para que salga cada número deben concurrir una serie de factores extraordinarios. Recibir, valorar, elaborar las propuestas, mirar que todo esté en equilibrio, gestionar los escasos recursos con los que contamos, mails, mails, mails, llamadas, maquetas…» La locura diaria de la edición.
En este número 21,
Erika Martínez ha tenido la amabilidad de escribir una reseña sobre
Mente animal que, además de reseña, es un texto meditado e impecable sobre la experiencia creadora y la labor poética. ¡Gracias, Erika!
Y para conocer el origen de
Nayagua, nada mejor que leer el siguiente texto de Manolo Romero, que explica la historia de una tierra, de una vida, de un proyecto y de la gestación de una palabra. Me permito reproducir el principio de su crónica, que se puede leer entera
aquí:
«Nayagua, 1969. Un anuncio de periódico: "Se venden parcelas…" lleva a José Hierro, a su mujer, Lines, y al amigo fraternal, Solimán Salom, poeta turco y traductor de Nazim Hikmet, entre otros, hasta unos cerros cercanos a Titulcia; en uno de esos cerros, un espartal tapizado de flora que puede curar catarros, aliviar dispepsias, cauterizar verrugas, cuajar quesos y envenenar enemigos, encuentran la parcela que se vende. El terreno es una alfombra de espliego, cantueso, santolina, tomillos… y el paseo por él es mullido; los pies levantan las esencias balsámicas de sus matas al pisarlas y se llevan los pantalones y los zapatos su recuerdo aromático. Parecía que por allí no hubiera pasado nunca nadie salvo su fauna salvaje y algún lugareño que fuera a cazarla. Sitio de conejos, liebres, perdices y todo el catálogo de fringílidos en bandadas: jilgueros, chamarices, lúganos, pardillos… que allí tienen su despensa y su dormidero; ellos musican todo el silencio que se extiende por el monte con la colaboración de las chovas y urracas graznando, los avisos del cuco y la abubilla, el silbo de los abejarucos y los compases de la oropéndola. Más arriba sobrevuelan las rapaces por la luz estridente y por el azul-azul sin una nube que prometa algo de lluvia a este secarral que bautizó Pepe Hierro con el nombre de Nayagua ("no hay agua"). Tras la burocracia de las escrituras, la inmediata toma de posesión; enseguida el Seiscientos cargado de familia y vituallas llega para celebrar a la sombra de una retama la colonización del baldío. Y la primera recolección al caer la tarde y regresar: bolsas repletas de hierbas aromáticas, ramos de espino albar y retama florida, tallos de asfódelos, gavillas de avena glauca, todo útil para el adorno y las infusiones. Consultando la botánica de Dioscórides se catalogaban las plantas y sus virtudes. Se tomaron muestras del terreno para que un amigo geólogo las analizase y recomendara qué se podría cultivar en él. La diagnosis fue: "Tierra compuesta de margas yesosas y calizas (mezclas de arcilla y yeso o arcilla con cal), tierra idónea para la vid, el olivo y el almendro…", que idealizando el futuro iba a dar días de vino, aceite y almendras para todo el año.»