sábado, 15 de noviembre de 2008

Así soy

Vista por Mercedes Rodríguez:


miércoles, 20 de agosto de 2008

Dejad de quererme


Quizá en la novela de François D’Epenoux en que se basa esta película no se adivine hasta las páginas finales lo que realmente le está sucediendo al protagonista, con lo que el lector se llevará una buena sorpresa y empezará a comprender de inmediato el comportamiento tan desmedido e inexplicable que el personaje principal despliega (al menos en la película) desde las primeras imágenes. Pero lo malo es que en Dejad de quererme no hay más que ver la mala cara que tiene Antoine (un publicista de 42 años interpretado por el actor Albert Dupontel) para darse cuenta de lo que está intentando conseguir este hombre que, de repente y sin motivo aparente, se convierte en un ser agresivo, grosero y bastante insoportable. No obstante, y a pesar de que esa campanada final tan reveladora no se da en la película, hay que decir que el viaje interior y exterior (hacia Irlanda) que emprende Antoine es de lo más intenso y emotivo que he visto en la pantalla en mucho tiempo. La imagen de un hombre solo que viaja en un inmenso ferry que se va alejando poco a poco de Francia posee tintes que podríamos calificar de épicos.

martes, 19 de agosto de 2008

Adiós Bretaña, adiós



En bretón es Breizh y, además de dulce música y costas salvajes, posee lugares cuyos nombres evocan castillos plagados de historias fantásticas, hadas, lagos, bosques impenetrables y un sinfín de leyendas. Todo ello es incierto, pero es también (y a la vez) cierto, además de sutil e inabarcable. Mientras descubría Finisterre y Morbihan he leído Amigos y amantes, de Iris Murdoch, una novela que no ha terminado de convencerme pero que está ya vinculada al mar, a la belleza y al encanto de los paisajes.

miércoles, 30 de julio de 2008

Así soy

Vista por José María Plaza:


lunes, 28 de julio de 2008

Lewis


BENDECIMOS la vasta abstracción planetaria del OCÉANO.


Wyndham Lewis
Estallidos y bombardeos

sábado, 26 de julio de 2008

Leyendo

Hacía tiempo que no me entregaba a un libro como éste: muy entretenido y muy dispuesto a dejarse leer de un tirón. Con otras obras soy propensa a pasar horas con un único párrafo, analizando la estructura de cada frase, la preferencia por unas palabras determinadas, y así muchas veces pierdo el placer de la lectura por la misma lectura. Este libro, en cambio, me recuerda (por forma y tema) a las historias clásicas que leíamos en las larguísimas siestas de verano durante las vacaciones escolares, cuando todavía teníamos tiempo para aburrirnos. El argumento, además, es apasionante: el viaje del Beagle con el capitán FitzRoy y con un joven Charles Darwin a bordo.

Punset siempre me resulta didáctico, fascinante y original. No entiendo que La 2 maltrate su programa como lo hace, emitiéndolo los domingos a las dos de la madrugada, justo después de «Metrópolis», otra maravilla inspiradora.

miércoles, 23 de julio de 2008

Cocinar

Dice Punset en su libro El viaje a la felicidad que lo peor que se le puede hacer a un animal y a los humanos es aterrorizarlos. Un ser aterrorizado pierde la autoestima, el afán de superación, el optimismo y el deseo de mirar más allá. Lo curioso es que vivimos en un estado casi permanente de terror (a perder el trabajo, a no poder pagar la hipoteca, a la violencia de nuestro entorno, a quedarnos solos), anticipando sucesos que no han ocurrido y que tal vez no lleguen a ocurrir nunca. Y, con todo, pretendemos ser felices.

Hace poco me llamó la atención uno de los mensajes que leí en un foro acerca de los conciertos que el cantante de Pearl Jam va a dar en la costa este de EE.UU. durante el mes de agosto. Entre los muchos correos de entusiasmo ante la noticia, había uno de una seguidora que celebraba que las funciones de Nueva York no fueran el día 11 porque, decía, se sentía incapaz de viajar a la ciudad en esas fechas a causa de la pequeña hipocondría que aún le quedaba desde los atentados. Estaba dispuesta a perderse algo para ella extraordinario a causa de un miedo bastante irracional: el mismo miedo paralizante que nos ancla en lo cotidiano, en lo ya aprendido, y que evita que deseemos viajar, confiar o probar cosas nuevas.

Todo lo contrario a ese miedo lo he encontrado en una película que se estrenó hace un par de semanas y que no se exhibe en muchas salas. Cómo cocinar tu vida es un documental que cuenta la historia de un hombre (Edward Brown) que, basándose en la filosofía zen, se dedica a enseñar a los demás a cocinar. Con ejemplos gastronómicos y sin dogmatismos, Brown pone en tela de juicio muchas de nuestras más firmes creencias y nos plantea, por ejemplo, que la fruta no ha de tener una forma o un color prefijados para resultar deliciosa, que lo perfecto no siempre resulta más interesante que lo imperfecto, y que a veces sólo es necesario mirar al lobo desde otro ángulo para averiguar qué hacer con él.
(Diario Metro. 17-07-08)

lunes, 21 de julio de 2008

Retrato


Este retrato es del pintor Pablo Gallo. Nadie me había hecho jamás un retrato y no esperaba que nadie fuera a hacerlo, así que le agradezco enormemente tanto la idea como la generosidad. Es la manera que Pablo tiene de presentar a los autores que colaboramos en su Libro de voyeur, una obra que consta de dibujos eróticos (realizados por él) y de textos breves escritos por distintos autores a partir de esos mismos dibujos. Más información sobre Pablo Gallo en:

domingo, 20 de julio de 2008

Destino vacacional


La Bretaña francesa. Los bosques y la costa.

viernes, 18 de julio de 2008

Prisas

Mary Moody Emerson fue una dama excéntrica, independiente y enérgica que nació en 1774 en Concord, Massachusetts, y que ejerció una notable influencia sobre la educación de su sobrino Ralph Waldo Emerson, el ensayista y filósofo estadounidense. La señora Mary Moody tenía una manera muy propia de ver la vida, podía comportarse de manera un tanto extraña y, al parecer, era capaz de resultar feroz en sus críticas. Para Emerson, su tía Mary representaba el inconformismo, y solía anotar en sus diarios ciertas frases que la mujer soltaba de vez en cuando. Entre ellas, la siguiente: «La prisa es para los esclavos».

Ahora que se acercan las vacaciones, ahora que revisamos los panfletos publicitarios de las agencias de viajes en busca de lo bueno, lo bonito y lo barato con una mezcla de agobio y de infantil credulidad, ahora que nos vemos recorriendo los fiordos noruegos en tiempo récord o encerrados en un resort caribeño, bien aisladitos y conscientes de los horarios para el snorkel, y ahora que por fin recibimos el anhelado y sabroso hueso (o no tan sabroso) como buenos perritos, meneando la cola sin querer pensar en las servidumbres posteriores, resulta que me viene a la cabeza la frase de la dama Mary Moody. Al hablar de esclavos, la mujer se refería, supongo, a los de su país, en el sentido más literal del término. No estaría pensando en una sociedad futura compuesta por seres libres que se autoesclavizan sometiéndose a hipotecas, apretadas agendas, facturas y una sangrante falta de tiempo que nos hace, por ejemplo, mandar a los niños al campamento urbano más prolongado (con desayuno y comida) justo el día siguiente al de las vacaciones escolares. O que nos induce a recorrer Europa en una semana, en autocares «de lujo» y con un guía que nos lleva de la mano de hotel en hotel. O que nos hace desear que todo suceda de manera vertiginosa y acelerada porque de lo contrario podría parecer que nos aburrimos. ¿Prisas? ¿Esclavos?
(Diario Metro. 02-07-08)

miércoles, 16 de julio de 2008

Los príncipes del universo

Vivimos como si fuéramos inmortales y sólo a veces, cuando a nuestro alrededor sucede algo irreparable, abrimos los ojos y vislumbramos por un instante la realidad. Por lo general no nos gusta lo que vemos: nos causa pavor y pánico, nos demuestra lo débiles y transitorios que somos. Así que tendemos a cerrar de nuevo los ojos o, al menos, a entornarlos porque la vida, como el show de la canción, debe continuar, y si estuviéramos considerando sin cesar nuestra condición de seres mortales que nacen con una fecha de caducidad que no viene marcada en ninguna etiqueta visible, no iríamos a la oficina cada mañana, no nos meteríamos en atascos absurdos que nos hacen perder cientos de horas ni nos embutiríamos en unos malolientes medios de transporte, atestados como vagones de ganado. No engulliríamos en quince minutos comida envasada sólo para poder seguir trabajando ni nos hacinaríamos en casas microscópicas por las que pagamos lo que nunca tendremos. No sonreiríamos como bobos al director de la sucursal bancaria que nos «da» ese dinero que no tenemos, ni soportaríamos con una especie de estoicismo feliz la fealdad de unas ciudades grises, asfixiantes y ruidosas, que justifican la necesidad de seguir tirando de un carro que pesa cada vez más. No pensaríamos que ya tendremos tiempo para hacer lo que de verdad queremos hacer porque seríamos conscientes de que puede que más tarde no tengamos ese tiempo. No pasaríamos el día deseando que llegue pronto el día siguiente y luego el otro para que el fin de semana esté ya aquí y entonces empezar a suspirar por las vacaciones de verano, momento en que ansiaremos que lleguen las Navidades. No permitiríamos que nos hicieran creer que la felicidad está en comprar cosas ni nos consolaríamos pensando que, al fin y al cabo, todos hacemos lo mismo porque todos estamos en la misma espiral de inconsciencia.

Jonathan Swift escribió «Ojalá vivas todos los días de tu vida». Pues eso: Ojalá.
(Diario Metro. 24-06-08)

martes, 15 de julio de 2008

El regreso


Después de varios meses sin asomarme ni un poquito al océano, vuelvo a sumergirme en él y a nadar. Me doy a mí misma la bienvenida al hogar, y me pego un buen y entrañable abrazo.

miércoles, 23 de enero de 2008

Escritoras

Iris Murdoch


lunes, 14 de enero de 2008

Estrecheces

El pensamiento humano puede ser muy creativo durante ese proceso consustancial a todo fin de semana que se precie, llamado caravana. La de canciones que habré inventado yo a lo largo de esas eternas horas de interrupción dominical. La de frases memorables que habré pronunciado cual actriz de Hollywood al revivir situaciones en las que en realidad me quedé calladita. La de puntos sobre las íes que habré puesto. Una se ve encerrada, atada con el cinturón de seguridad, sin querer ver a los del coche de al lado deseando que ellos, a su vez, sean comprensivos y tampoco la vean a una y, por fin, una mira por la ventana lánguidamente, ve todo ese campo, y entonces se formula la pregunta lógica: con todo este terreno, ¿por qué vivimos en casas tan pequeñas?

¿Es que a los españoles no nos gustan los jardines en la parte posterior de las casas? ¿Es que nos gusta tener la cocina en el salón y la ropa tendida en el cuarto de baño? ¿Nos gusta sentirnos liliputienses? Yo diría que no pero, entonces, ¿por qué vivimos escuchando las conversaciones del vecino (gracias, claro está, a la inestimable calidad de los materiales con que se construyen nuestros carísimos pisos), sabiendo que por mucho que la hipoteca se estire como el chicle, el ladrillo no posee esa cualidad elástica y la casa que empezó siendo pequeña será pequeña siempre?

Quizá todo esto se deba a que todavía no nos hemos enterado de lo que vale un euro y, por tanto, aún no sabemos que nuestros euros valen muy poco y que por ellos nos darán cada vez menos. Aunque tiendo a creer que lo que ocurre es que no tenemos tiempo para imaginar nuevos sistemas de vida, y si nos dicen que son lentejas, pues son lentejas. En un contexto muy distinto, la poeta Sylvia Plath escribió: «Soy vertical. Pero preferiría ser horizontal». Nuestras ciudades son verticales, ruidosas y cada vez más feas, y así seguirán porque el «homo actualis» más que un ser gregario parece un ser apelotonadito.
(Diario Metro. 14-01-08)